lunes, 31 de mayo de 2010

Vindicación de las malas palabras

Respuesta al comentario de Helmis Michael Diéguez Hernández publicado en La Calle del Medio número 22 en la sección Los Lectores Opinan sobre el uso del lenguaje en la actualidad.

Acceso al comentario de Helmis Michael, click aqui: Palabras mal colocadas


Una pequeña opinión si me lo permite Helmis Michael Diéguez Hernández: las palabras no son malas ni buenas, las palabras existen, en mi modesta opinión. ¿Qué es feo? ¿Qué está mal, fuera de aquello que no cumple con el sistema de leyes jurídicas establecidas por un país? Las malas palabras no van en contra del lenguaje, no son un estigma, son un tabú, igual que el sexo sin amor, el de puro placer, el que también puede ser protegido y no tiene que ser rechazado como si todavía viviéramos bajo la mirada atenta de la iglesia con su Dios celoso todopoderoso e inquisidor, sin faltar el respeto a aquellos que en Él tienen fe, pero hay que ser objetivos y decir que para la iglesia el sexo fuera del matrimonio todavía es un pecado. Sí, creo que debemos cabalgar a Rocinante, o a Rucio, ¿por qué siempre lo ignoran?, pero no para marchar contra unos molinos de viento que tampoco son reales: las “malas palabras”, no encuentro otra forma de llamarlas porque así desgraciadamente las conocen todos, ellas no pretenden asesinar al español, ni al inglés, ni al alemán, ni al islandés, marchan dentro de cada idioma a su par y usualmente son el reflejo de los sectores más humildes de los pueblos que al menos tienen la dicha de hacer lo que les venga en gana con la lengua sin rendirle cuentas a nadie. Es de ahí de donde se enriquece el idioma, no de donde se denigra. Son ustedes los que violan la lengua tratando de olvidar palabras que han nacido para decirse, aquellas que no se deben mencionar son las que no existen, y probablemente sea Pudendo, Vulva y Miembro las que languidecen en tus urnas de cristal.

viernes, 28 de mayo de 2010

Nubes






Presionó el piloto automático mientras releía a Dostoievski. A veces pausaba la lectura y se quedaba mirando un punto fijo en el cristal de la cabina o en el cielo que traslucía el vidrio.
Las nubes todavía eran muy negras. Continuaba lloviendo. Agua inagotable que caía del cielo, a veces en una llovizna muy fina y otras en unas gotas gruesas que dolían en la piel y lo empapaban todo. Como quiera las nubes no se iban, hacía años que era así y los pronósticos no tenían respuestas a lo que sucedía.

Los besos


A Leynis

Le gustaban los besos más que a los demás. La carencia de ellos durante parte de su niñez había creado la posterior necesidad de recibirlos en demasía, no como un débito psicológico o un intento de recibir el amor que jamás le dio su madre, sino porque detrás de cualquier goce espiritual se escondía, a plena vista, un lujurioso deleite carnal por el beso apasionado. Ella creía que su rara obsesión por los labios era debido a la curiosidad que en su infancia despertaron aquellos de Ingrid Bergman y Humphrey Bogart en Casablanca. Eran besos en los labios, pero también había visto profundos besos en las mejillas, aunque nunca había recibido alguno. Su padre la rehuía tanto a ella como a su madre y casi nunca estaba en casa. A la mamá tampoco le gustaba pasarse mucho tiempo por allí. Pocas veces le hablaba y usualmente la veía en horarios estrictos como los de comida y sueño, aunque por escrito siempre le dejaba orientaciones puntuales sobre qué había que hacer en casa. Por eso no era alérgica al cariño, pero nunca lo había conocido tanto como para ofrecerlo magnánimamente cuando varios muchachos se lo exigieran en los pasillos de la escuela.

La culpa



Aquel día, después de arrojarme al río, se te veía en el rostro el cansancio del trabajo, aunque toda tu ropa lucía muy limpia. Te sentaste en el banco que custodiaba la entrada del parque, cerca de donde los gatos cazan. Por allí pasaban los pescadores que eran los que tenían más posibilidades de saber. Cuando pasaban ladeabas la cabeza y apuntabas la oreja hacia sus labios. Querías oírlo todo. Sospechabas que alguien te había visto. En algún momento podrían descubrirlo y tenían que hablar sobre ti, y no había mejor lugar que aquel para escuchar conversaciones ajenas; el arbusto lograba cubrirte completamente. Ni siquiera de noche abandonabas tu puesto, había veces que los pescadores más jóvenes deambulaban con sus mujeres para coger fresco. Al principio eran muchos los que se preguntaban a dónde te habías marchado, por qué habías desaparecido de pronto y nadie sabía nada de ti. Algunos destacaban lo bueno que siempre habías sido, otros esbozaban muecas de desagrado ante la mención de tu nombre y se alegraban de tu desaparición. Eran esos a los que más atendías, aprestabas el oído porque sabías que podían revelarle a cualquiera el secreto. Con los años desarrollaste tanto la escucha que identificabas las voces cien metros antes de que entraran al parque y reconocías a todos los que andaban por la orilla del río o por el puente que lo cruzaba. Paulatinamente lograste llegar hasta aquellos que tiraban las redes en lo profundo. Escuchabas el roce de las lagartijas acariciando la tierra y oías como escupían la lengua que apresaba un insecto para después escuchar los ruidos de su digestión.


La Feria del Libro de la Habana


La Feria del Libro de La Habana es una mentira no tan evidente. La campaña publicitaria, mediática que acompaña el nacimiento anual de este evento “artístico” intenta esbozar la imagen de celebración y festejo literario que debería ser, pero el verdadero propósito de esta feria se traspapela entre los momentos o espacios culturales secundarios: conciertos, ventas de artesanías y otros.