viernes, 28 de mayo de 2010

Nubes






Presionó el piloto automático mientras releía a Dostoievski. A veces pausaba la lectura y se quedaba mirando un punto fijo en el cristal de la cabina o en el cielo que traslucía el vidrio.
Las nubes todavía eran muy negras. Continuaba lloviendo. Agua inagotable que caía del cielo, a veces en una llovizna muy fina y otras en unas gotas gruesas que dolían en la piel y lo empapaban todo. Como quiera las nubes no se iban, hacía años que era así y los pronósticos no tenían respuestas a lo que sucedía.






Casi empezaba a llover cuando asesinaron David Oquendo. Fue un gran escándalo porque era el primer crimen que se conocía en aquella ciudad. La iglesia dijo que la lluvia eran las lágrimas de Dios por la tristeza del pecado y muchos feligreses se mojaban en el aguacero. La policía perdió evidencia por el diluvio que cayó en la escena del crimen. Hubo menos fuegos a partir de entonces y los bomberos agradecían la lluvia, hasta que pasaron seis años sin incendios. Los políticos acusaron a los enemigos de provocar el temporal con experimentos en la atmósfera y rompieron relaciones con varios países. El único beneficiado fue Paraguas Sagitario que a partir de entonces se hizo empresa millonaria.


Las nubes no parecían secarse. Él volaba varias horas hasta que iba clareando, entonces cerraba el libro y desconectaba el piloto automático. Volaba entre la blancura de las motas de algodón que adornaban el cielo y pasaba el tiempo adivinando figuras en las nubes, sobretodo animales: perros, gatos, cerdos, conejos, caballos; esta vez rió al descubrir un centauro. Reposaba el cuerpo en el asiento y piloteaba la nave con una sonrisa en los labios. A veces el atrevido cerraba los ojos y dejaba que el avión planeara libre en la espesura blanca, el sol caliente y el cielo azul. Abajo el pueblo miraba la avioneta. Una extraña expresión se le dibujaba en el rostro y apoyaba la mano en el cristal de la cabina. Veía al hombre de los helados, la florista y los niños en el parque. Presionaba la cabeza al vidrio y estaba varias horas así. Miraba las flores, los niños tomando helado, la pequeña playa junto a la bahía, de vez en cuando volvía los ojos a las nubes. Hasta que la luz anaranjada del sol anunciaba el atardecer y tenía que regresar. Comprobaba el nivel de gasolina y daba una última ronda. Entonces enfilaba hacia el oscuro horizonte donde lo esperaban los nubarrones, el hogar y la familia.


Aterrizaba la nave para resguardarla en el pequeño hangar. Corría hasta el carro para no mojarse y conducía de vuelta a casa. La falta de sol y la cortina de lluvia lo adentraban en una ciudad lúgubre y triste. Se sentaba a la mesa entrando por la puerta, la cena siempre estaba preparada. Su mujer y ambos hijos lo esperaban sentados. Le preguntaban por el viaje, por el pueblo y por el color del sol: eran muy jóvenes y nada más habían visto al astro amarillo en la pantalla del televisor. Casi todos los meses él le proponía a su familia mudarse al pueblo, pero los niños, al no conocer nada más que un cielo negro no se exaltaban mucho ante la idea de mudanza, además no querían cambiar de escuela o abandonar a sus amigos, y la mujer había conseguido por fin empleo fijo. Entonces golpeaba la mesa, se iba a la habitación, y releía Dostoievski.


Un día despertó de un salto, sudado, alarmado pero sonriente. Besó a su mujer y se le notaba alegre. Casi no desayunó y corrió hasta el garaje. Estuvo mucho tiempo ahí revolviendo los trastes viejos hasta que encontró algo. Era una soga larga y sucia. En un extremo un metal en forma de anzuelo medio oxidado. Fue hasta el carro y la guardó en el maletero sin despedirse de nadie. A toda velocidad llegó al aeropuerto. Llenó el tanque del avión y amarró la soga a la cola de la nave, dejando el garfio arrastrándose por toda la pista mientras despegaba. Voló lo más rápido que pudo para abandonar el cielo negro y se dirigió al pueblo. Agitaba las piernas dentro de la cabina, y no activó en ningún momento el piloto automático. Se movía en el asiento constantemente y se alisaba el pelo con la mano cada dos segundos. A cada rato volvía la mirada para asegurarse de que la soga siguiera enganchada.


Cuando los nubarrones habían pasado descendió para ver la floristería y los botes de pescadores en el puerto. Casi olfateaba el pan recién horneado de la panadería cerca del muelle. Descubrió una nube bastante grande. Hizo una complicada maniobra hasta rodearla con la soga. Después de un pequeño tirón sintió el enganche y remontó vuelo. La remolcaba. Con forma de almendra había quedado prendida al gancho, los habitantes del pueblo ni se daban cuenta del robo.


Sonreía, daba golpes en la cabina y algunas piruetas en el aire, con mucho cuidado para no desprenderla. Verificaba a cada segundo si su pasajera todavía lo seguía. Un rato después empezaba a encapotarse el horizonte. Ya debajo del cielo sombrío desenganchó el anzuelo con un extraño giro y dejó plantada entre tanta negrura la nube blanca.


Aterrizó. A toda velocidad se lanzó al carro y manejó hasta la casa. Entró muy fatigado y respirando con dificultad. Rápido los llamó a todos que como siempre lo esperaban sentados en la mesa, abrió las cortinas de la ventana y señaló al cielo pidiéndoles que vieran su magnífico logro. Pero cuando miró había desaparecido la almendra. O no, más bien se había cargado de lluvia y descansaba en el mismo lugar donde él la había puesto pero era muy negra y encharcaba una parte de la ciudad. Los otros no entendían y le preguntaban qué tenían que ver, pero no les contestó. Se marchó en silencio y se encerró en la habitación. Sentado en el suelo lucía inmutable, ningún asomo de emoción se le reflejaba en el rostro. Los brazos colgaban a cada lado del cuerpo como una marioneta sin vida, solo el fatigoso movimiento del cuerpo evidenciaba que todavía respiraba. Cuando al fin movió los ojos la mirada se posó en la novela que había estado leyendo y que yacía en la mesa de la cama iluminado. La ventana abierta dejaba entrar gotas de agua que caían en la alfombra y una brisa repentina abrió el libro. Su esposa entró, se sentó a su lado, y lo besó en la mejilla. Le pidió que olvidara sus nubes, los niños estaban preocupados por él y le veían muy poco porque todos los días se iba a volar. Él tomó unas tijeras y se las clavó en el pecho, debajo del seno atravesándole el corazón y rompiéndole una costilla. El libro volvió a cerrarse. Fue hasta el cuarto de sus hijos y los apuñaló también.


Arrastró los cuerpos hasta el carro y los metió en el maletero. Era de noche, pero de todos modos siempre estaba oscuro. Condujo hasta el puente cerca del aeropuerto y tiró el carro al río.


Corrió hasta al hangar y preparó el avión. Había ordenado una maleta con las cosas más importantes. Hizo el vuelo en silencio, impávido, la mirada fija al cielo. Pero nada más ver el sol y el cielo azul sonrió. Momentos después aterrizaba en el pueblo. Nada más llegar compró una casa cerca de la floristería, dejó el equipaje y salió a la calle. El nuevo vecino sonreía tanto que la gente lo miraba extrañado, además no quitaba la vista del cielo. Saludó con gran efusión al heladero, le regaló unas rosas de su misma tienda a la florista, y corrió con los niños en el parque. Luego se acostó en el césped dejando que el sol le abrasara el cuerpo y cerró los ojos todavía sonriente. Una gota le cayó en las pestañas y rodó por la mejilla. Miró arriba. Las nubes tomaban un color oscuro, parecía que se avecinaba tormenta.

3 comentarios:

leynis dijo...

jajajajja no tengo mas nada que hacer ,muaaaaaaaa

Leynis dijo...

mi amor que lindo escribes tqm

gretter dijo...

mi amigooo!!! que orgullosa estoy de ti, anímate a publicar tu primer libro, te aseguro que el primer ejemplar vendido será mío. Un besote.

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