viernes, 28 de mayo de 2010

La culpa



Aquel día, después de arrojarme al río, se te veía en el rostro el cansancio del trabajo, aunque toda tu ropa lucía muy limpia. Te sentaste en el banco que custodiaba la entrada del parque, cerca de donde los gatos cazan. Por allí pasaban los pescadores que eran los que tenían más posibilidades de saber. Cuando pasaban ladeabas la cabeza y apuntabas la oreja hacia sus labios. Querías oírlo todo. Sospechabas que alguien te había visto. En algún momento podrían descubrirlo y tenían que hablar sobre ti, y no había mejor lugar que aquel para escuchar conversaciones ajenas; el arbusto lograba cubrirte completamente. Ni siquiera de noche abandonabas tu puesto, había veces que los pescadores más jóvenes deambulaban con sus mujeres para coger fresco. Al principio eran muchos los que se preguntaban a dónde te habías marchado, por qué habías desaparecido de pronto y nadie sabía nada de ti. Algunos destacaban lo bueno que siempre habías sido, otros esbozaban muecas de desagrado ante la mención de tu nombre y se alegraban de tu desaparición. Eran esos a los que más atendías, aprestabas el oído porque sabías que podían revelarle a cualquiera el secreto. Con los años desarrollaste tanto la escucha que identificabas las voces cien metros antes de que entraran al parque y reconocías a todos los que andaban por la orilla del río o por el puente que lo cruzaba. Paulatinamente lograste llegar hasta aquellos que tiraban las redes en lo profundo. Escuchabas el roce de las lagartijas acariciando la tierra y oías como escupían la lengua que apresaba un insecto para después escuchar los ruidos de su digestión.





Por el sonido de las máquinas te costó mucho oír las conversaciones cuando demolieron el puente muchos años después. Hacía tiempo que nadie hablaba de ti y solo los más viejos te recordaban levemente: un tipo raro que un día desapareció. Eran míticas las leyendas sobre ti. De mí hablaban mucho porque de noche me veían rondar por el parque vigilándote, muchas veces oíste sus gritos de terror cuando me veían, pero no sabías que era yo.



Un día te quedaste mirando al gato de manchas grises y negras que acostumbraba a sentarse a tu lado para cazar lagartijas. Lo observaste con atención, como ven los viejos las cosas que todavía no han logrado entender. Sentiste su ronroneo y el trepidar de su barriga que esperaba ansiosa la carne masticada. Oías las uñas clavadas en el suelo afincando las patas en la tierra, el ruido de sus pelos chocando uno con otro y el sonoro pestañeo. Cuando comprendiste que el ruido de sus párpados te recordaba al de mi cuerpo estrellándose en el agua todo desapareció. Parecía como si hubieras cerrado los ojos porque no veías nada, aunque seguías oyendo el corazón del gato que ahora latía más rápido ante la proximidad de una lagartija. Quisiste tocarlo por no poder verlo, pero no te enteraste si lo hiciste porque tampoco sentías nada. Ni siquiera sentías el olor a hierba recién cortada o la peste del vertedero. Sin embargo, los ruidos de los platos en el fregadero de la señora del perfume Tilar, una de las que más hablara de ti, eran claros y pudiste identificar los tenedores, las cucharas, los platos y contar la cantidad de gotas que caían al piso de su cocina. No conocías nada del gato a parte de sus sonidos, los únicos que te decían que todavía estaba ahí y que ya casi se lanzaba sobre su presa. Te paraste y aunque oíste todos tus huesos crujir no sentiste ningún dolor, ni la tierra bajo tus pies, ni el olor del agua dulce del río, ni los colores de la lagartija devorada. Cuando lo pensaste mejor no estabas seguro de la última vez que habías olido o tocado algo. El gato era lo último que habías visto, a lo mejor habías perdido los demás sentidos a la misma vez también. Pensaste que el río te curaría y caminaste a tientas hasta la orilla donde me habías lanzado, sin oír que descubrieran tu presencia los dos viejos que pescaban a esas altas horas y que identificaste por el ruido de la picadura de sus tabacos quemándose y por el golpe del bote en el agua. Pero también desaparecieron los sonidos y parecía que te hundías en el agua, o en el cosmos, porque de pronto tampoco podías oír. De todas formas mucho antes no escuchaste mis gritos cuando me cortaste por dentro, o mis gemidos agonizantes dentro del saco en que me metiste, o los alaridos desesperados cuando me ahogué.



Te adentraste en el agua sin sentir el frío o la piel mojada y cuando te cubrió hasta la cintura me viste aparecer a tu lado, traslúcida, con mi suave olor a jazmín, y mi voz delicada te azuzó el valor. Desaparecimos en la oscuridad. ¿Te acuerdas?

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