viernes, 28 de mayo de 2010

Los besos


A Leynis

Le gustaban los besos más que a los demás. La carencia de ellos durante parte de su niñez había creado la posterior necesidad de recibirlos en demasía, no como un débito psicológico o un intento de recibir el amor que jamás le dio su madre, sino porque detrás de cualquier goce espiritual se escondía, a plena vista, un lujurioso deleite carnal por el beso apasionado. Ella creía que su rara obsesión por los labios era debido a la curiosidad que en su infancia despertaron aquellos de Ingrid Bergman y Humphrey Bogart en Casablanca. Eran besos en los labios, pero también había visto profundos besos en las mejillas, aunque nunca había recibido alguno. Su padre la rehuía tanto a ella como a su madre y casi nunca estaba en casa. A la mamá tampoco le gustaba pasarse mucho tiempo por allí. Pocas veces le hablaba y usualmente la veía en horarios estrictos como los de comida y sueño, aunque por escrito siempre le dejaba orientaciones puntuales sobre qué había que hacer en casa. Por eso no era alérgica al cariño, pero nunca lo había conocido tanto como para ofrecerlo magnánimamente cuando varios muchachos se lo exigieran en los pasillos de la escuela.



Fue a la altura de catorce años cuando recordó de nuevo a Ingrid y Humphrey y experimentó, por primera vez, lo que sería el prólogo de una licenciatura en besos que la acreditaría como una de las mejores especialistas en esa materia. Siempre la recordarían por sus pasionales entregas y su curiosa lengua. Su primo, de diecisiete, en algún tipo de juego que desvergonzadamente había inventado con el propósito de besarla, le había plantado un beso en plenos labios, atraído por los bellos atributos que comenzaban a adornar a la mujer que venía creciendo. Tal fue la impresión de ella al verse protagonista de lo que nunca había entendido de las películas, y de lo que sus pocas amigas le insistían en que probara, que cuando su primo se separó, con un rápido ademán lo atrajo de nuevo y le devolvió otro más duradero, cargado además por un alto lengüeteo malicioso, que no sabía por qué lo hacía, pero le encantaba. Hay quienes tienen dones magníficos, el de ella era besar, y el instinto con que esa primera vez besó los labios de su primo la convertiría en una incesante buscadora de besos.



Esta búsqueda no la hizo caer en los brazos de ningún imberbe de calidad inferior para alimentar su vicio, sino que la llevó a las bocas más cotizadas de la escuela, sin dudas por la gran fama de buena besadora que iba tomando. Y también a perfeccionar el movimiento de sus labios y de su lengua, y a apreciar de tan solo una vistazo el que como ella dominaba, aunque en menos medida, los difíciles acordes de los besos. Por eso no se fijaba en ojos, narices, cabellos, estilos, popularidad, músculos o inteligencia, solo veía labios. Eso la hizo crear una norma de clasificación: estaban los finos, estaban los gruesos, abultados y carnosos, estaban los expresivos: felices, tristes, de asco; estaban los saludables que siempre brillaban rojos, los famélicos que se pintaban grises y descolorados; estaban los impetuosos y los holgazanes, los horizontales y los curvados, los agrietados y los lisos; estaban los que parecían inflamados, los naturales, los artificiales, los fuertes, los débiles, los miedosos, los atrevidos… y varios más que le daban un nivel de experta en el asunto. Tampoco se reprimía las opiniones, y quien fuera acreedor de su buena crítica gozaba al saberse poseedor de la oportunidad de repetir otra tanda de besos con ella, o de ganarse, cuando pasara su tiempo, el favor de otras muchachas.



Tenían sus besos un pragmatismo evidente. Su vicio insaciable rayaba en lujuria y tenía la suerte, y la pericia, de huir de la vista de los maestros, por lo que nunca fue sorprendida in fraganti.



Por otra parte, a los veintidós años, después de haber experimentado los nuevos consejos de sus amigas de la universidad, no descubrió en el sexo nada que superara lo que ya sentía cuando juntaba sus labios a los de otro, y el fuego que siempre le recorría el cuerpo de arriba abajo, no le recorrió de abajo arriba, como aseguraban sus compañeras; así que no hizo hincapié. Si se tropezaba con algún buen besador lo complacía sexualmente si insistía mucho. Esto hizo que su reputación no se extendiera hasta la cama, pero no disminuyó su bien ganado éxito.



Así transcurrió la mayor parte de su vida, con una horizontalidad que le evitó los vulgares sufrimientos del amor; aunque a la edad de treinta y seis años sus amigas la incitaron a casarse, y como no comprendía que los de su futuro esposo debían ser los últimos labios a besar: accedió; por supuesto, eran unos preciosos labios: carnosos y rojos, que la despertaron de algún extraño letargo cuando por primera vez le ordenaran lo que siempre había hecho por propia iniciativa: -Puede besar a la novia-, pero lo hizo y tomó sus labios, su lengua y su apellido.



El matrimonio no le redujo la intensidad de los besos: cuando su esposo llegaba se entregaba a él con claras intenciones de saciarse una sed que solo en los primeros meses podría contener. La infidelidad no le costaría el matrimonio, pues él se conformaba con poder gozar los labios a los cuales se había hecho irremediablemente adicto, por lo que, aunque no se sintió muy cómodo, permitió, mientras no fuera testigo, que besara cuantos hombres quisiera, siempre que no perdiera su porción, ni su bonus extra de sexo por sus derechos maritales. Ella, conforme, se alegraba, pues siempre que tuviera la posibilidad de besar a quien quisiese le daba igual repetir sus besos con su marido, de todas formas era un buen besador.



Los relojes, los almanaques y los espejos son los látigos con que nos castiga el tiempo. Su sexagésimo cumpleaños no le causó impresión alguna. Como los anteriores tan solo significó otra fiesta para regalar besos a los invitados sin compromisos, mientras su esposo se daba por no enterado. Pero hubo un acontecimiento que la hizo descubrirse no tan demandada como antes y la sumió en un estado de cólera y estupefacción absoluto. Se fijó en un joven que presagiaba besos fogosos. Se acercó como siempre mientras estaba solo y le dijo, sin muchas conveniencias sociales de presentaciones o saludos, que tenía unos bellos labios y tenía ganas de besarlo. El joven sabía que era la homenajeada y le resultó curioso aquel tipo de broma con él: invitado de invitado, por lo que sonrío, la felicitó y fue por un trago.



Sentirse rechazada por primera vez, incluso sin ser degustada antes, la hizo caer en un estado demencial fulminante que casi la tira al suelo. Caminó aturdida hasta la cocina. Rodeada por conversaciones que no escuchaba y gente que no conocía, sintió el frío abrasador, la neblina y la silenciosa opacidad del abandono que la abrumó. Nada. Ni siquiera se sentía privada de cordura como podría haberlo estado si hubiera tenido siquiera el mínimo de prudencia para pensar con claridad. Al igual que los creadores de grandes religiones: Buda, Mahoma, Cristo o Moisés, todos necesitaron del destierro, de la ausencia de los otros para poder pronunciarse: ella envuelta de súbito en aquel aterrador aislamiento encontró el sentido. Y vio dibujado el más tierno beso de Ingrid y Humphrey reflejado en un espejo de la cocina por centésimas de segundos, hasta que su rostro se impuso a la imagen y reconoció sus labios arrugados. Con un fuerte movimiento estrelló la cabeza contra el cristal para borrar aquella horrible visión que persistió en sus pupilas.



La sutileza con que desmembró el maxilar inferior del primer invitado que vio a su derecha, con cuatro dedos dentro de la boca y tirando hacia abajo, se oponía a la atrocidad con que fue visto el hecho por los demás participantes que no ahogaron el grito de horror ni un segundo. El suceso la exaltó, aunque fue demasiado grotesco, por lo que se hizo de un tenedor que encontró en el fregadero. Su marido que había llegado hasta allí alarmado por los gritos de pavor de todos, no tuvo un segundo para fijar la mirada en su mujer armada con el utensilio de cocina y enseguida se encontró forcejeando para salvar, al parecer, sus labios. Pero ella dotada con una fuerza brutal logró pinchar un poco por encima del mentón y arrancar de un mordisco completamente uno de los bellos labios que tanto había besado. Así fue mutilando a todos los que alcanzaba. En la confusión muchos se encontraban ante ella y varios hombres atemorizados e impotentes fueron cercenados.



Entonces lo vio mirándola aterrorizado en una esquina, ahora no le parecía tan atractivo, sentado con las paredes a cada lado no tenía escape, el único hombre que la había rechazado en su vida con un lloriqueo amanerado temblaba fuera de sí viéndola venir, con unos labios casi púrpuras, mojados por las lágrimas y agrietados por la fea mueca de terror. No opuso resistencia. Lo acostó a todo lo largo con los brazos al lado del cuerpo. Esta vez no la rechazaría. Le dio uno de sus mejores besos y sintió como nunca antes que su sexo se humedecía. Clavó el tenedor en sus labios y los arrancó con un delicado ademán. Algunos pedazos de carne colgaban disparejos por lo que perfeccionó su obra a mordiscos. Era una bella expresión la de aquel muchacho con todos los dientes expuestos manchados de sangre. Él había caído inconsciente hacía rato. Todavía se sentía inconforme y ansiaba el postre. Le abrió la boca también sin esfuerzo y le pinchó la lengua con el tridente extirpándosela de una mordida y vibrando en su orgasmo.



Feliz y satisfecha se levantó. Se dirigió a su habitación. Ya no quedaba nadie en la casa pero todavía las notas de un saxofón sonaban en las bocinas de la sala. Descansó el cuerpo en la cama, aún con el arma en la mano y toda cubierta de sangre. Soñó que besaba.

1 comentarios:

Leynis dijo...

ese cuento esta tan sangriento pero tiene un final buenisimo,....y toda cubierta de sangre.Sono que besaba.

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